Descontaminar las aguas contaminadas del Río Millotingo, preservando la agricultura y la salud de las personas. Esa fue la misión del grupo de cuatro estudiantes del Club de Ciencias Joel Isidro Arce, del Colegio San Mateo de Huanchor, en la provincia de Huarochirí, en el departamento de Lima, Perú. Contaminado por metales pesados provenientes de las operaciones mineras en la región, el afluente del río San Mateo abastece no solo a la comunidad local, sino a la capital y otras ciudades del departamento, y es de fundamental importancia para la agricultura.
Movidos por la pregunta “¿qué podemos y queremos transformar en nuestra comunidad?”, el grupo de estudiantes salió al campo en compañía del profesor Miguel Ángel Sandoval de la Cruz, con el fin de identificar problemáticas sociales que pudieran ser resueltas o mitigadas a través de la ciencia. En estas rutas, la calidad de los recursos hídricos se destacó como un punto de gran interés para los jóvenes, quienes inicialmente buscaron evaluar el impacto de las actividades mineras en las aguas de la región. “Partimos de la hipótesis y la observación; estrategias centrales del método científico”, explica el profesor.
Como punto de partida, los jóvenes y el profesor buscaron el apoyo de la Universidad Nacional Agraria La Molina para realizar una serie de pruebas capaces de medir la presencia de metales en las aguas, y encontraron resultados muy preocupantes. De hecho, el agua estaba contaminada con metales pesados. La presencia de plomo, por ejemplo, superó seis veces el límite permitido por los parámetros peruanos y de la Organización Mundial de la Salud, y la de cadmio fue hasta cinco veces más, contaminando posiblemente toda la cadena productiva de alimentos, a través de la agricultura, los pastos y los animales.
Movilizados por los resultados, los jóvenes comenzaron a buscar soluciones de bajo costo que pudieran ser utilizadas para “curar las aguas” del río, identificando estrategias que efectivamente podrían implementarse en la comunidad. A través de la lectura e investigación de artículos en revistas científicas, los estudiantes encontraron la propiedad de ciertos desechos sólidos, como las cáscaras de plátano y naranja, para limpiar y extraer metales del agua.
El proceso, que recibe el nombre de biorremediación, logra reducir significativamente los niveles de cadmio, plomo y zinc. Con el apoyo de una empresa minera local, la Comunidad Campesina de San Mateo, la administración pública local y la propia universidad agraria, los jóvenes iniciaron un conjunto de pruebas y análisis de aguas remediadas por Biozono, nombre que recibe la iniciativa del grupo. Además del apoyo de la comunidad circundante, profesores de diferentes disciplinas estuvieron presentes durante todo el proceso, desde la investigación hasta la redacción de los descubrimientos.
Como ideación, los jóvenes recolectaron y deshidrataron cáscaras de plátano y naranja, convirtiéndolas en una especie de polvo. Luego, realizaron tres pruebas, con control de error, con 5g/litro, 10g/litro y 20g/litro, con resultados muy significativos: e3en 24 horas de interacción se logró alcanzar el 75% de absorción de plomo, cadmio y zinc, 99% y 99% respectivamente. Con base en los experimentos, el grupo confirmó el uso de 10 g del polvo extraído de las cáscaras de las frutas. “Para llegar a los resultados, los alumnos necesitaban estudiar las reacciones que se producen, movilizando conocimientos de biología, física, química y bioquímica”, argumenta Miguel. En resumen, la pectina y el mucílago de la naranja y la celulosa y la lignina del plátano, al entrar en contacto con el agua, forman quelatos que absorben los metales que encuentran.
Colaboración: la escuela y la comunidad juntos para resolver los desafíos locales
Después de las pruebas de laboratorio, el grupo buscó el apoyo de la Comunidad Campesina, que reúne a unas 700 familias de la región. A partir de la colaboración de las familias se logró desarrollar un prototipo, realizando los experimentos de ideación a escala y probando la biorremediación en una fuente de 20 litros de agua. Posteriormente, se probaron 10 kg del polvo en tanques de 1100 litros, con resultados similares a los experimentos de control. “Para involucrar a la comunidad, era necesario que los jóvenes organizasen presentaciones, explicaran y mostrasen sus experimentos en público, desarrollando un conjunto de habilidades socioemocionales”, explica Miguel. Para él, además de los conocimientos científicos adquiridos en el proceso, los jóvenes desarrollaron habilidades para hablar en público y para sistematizar y sintetizar la información que querían transmitir a los colectivos.
Mensualmente, el profesor reunió a los jóvenes y otros profesores asociados para una evaluación colectiva. A partir de los datos recolectados y sistematizados en las diferentes etapas del proyecto, el profesor y la clase evaluaron sus acciones, qué podían hacer diferente, qué puntos necesitaban mejorar y qué habían logrado. La corresponsabilidad, la escucha y el diálogo entre todos fueron habilidades desarrolladas a lo largo del proceso, a partir del ejercicio colectivo de estar juntos, ¡haciendo ciencia!